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  • Foto del escritorLolo

No me vuelvas a llamar

Mi abuela se llama Mónica, y ayer me llamó para cambiarme la vida.


No veo a mi abuela desde que comenzó la cuarentena. Nuestra relación no es una relación más de abuelo - nieto, es diferente. Yo soy su psicólogo, y ella es el mío, la acompaño a todos lados y me cuesta dejarla sola. Podría decir que soy su nieto preferido. Es lo que ella me dice al oído cada vez que me saluda.

La solía ver todos los días. Aprovecho que vive a una cuadra y voy mucho a comer, su comida es la mejor del mundo.

Una vez por semana vamos al súper a hacer las compras, y otro día también vamos al banco. Porque a pesar de sus ochenta años, aún tiene el control, lo necesita, es más fuerte que ella.

La cuarentena nos encontró separados y lejos. Lejos en comparación a los cien metros a los que yo estaba acostumbrado a tenerla. Hoy yo estoy en mi pueblo y ella en Rosario, a una distancia de ciento veinte quilómetros. Intentamos seguirnos, mantenernos al tanto, nos llamamos día por medio, y hablamos unos minutos. Pero ayer, la charla se extendió un poco, y es que me dijo algo que me dejó pensando mucho tiempo.

Desde que comenzó la cuarentena que pienso no solo en ella, sino en toda la gente mayor que hoy se encuentra encerrada y sola, y como eso, a pesar de salvarlos del virus, también puede matarlos por otro lado. Es fuertísimo pensarlo, aún más asumirlo, pero es la verdad. O por lo menos, la mía.

Ayer, después de entrenar, a la tardecita, llamé a mi abuela y la noté triste, algo que no sentía en ella desde hace mucho tiempo. Primero intente evadir su tristeza, contarle algo gracioso, pero ella seguía igual. Moma, como yo la apodo, es una persona con un increíble sentido del humor, que se alegra y se ríe muy fácilmente, pero ayer parecía que todo costaba un poco más. No pude evitar preguntarle qué le pasaba, a lo que me contestó: “Estoy cansada nene. Este encierro, más que protegerme, me está matando”. Entendí lo que quiso decirme, pero la realidad es que no quería aceptar que estaba sucediendo lo que supuse desde un principio. Le pregunté por qué decía eso y me respondió: “Esta no soy yo, no es mi vida, no es mi cara, no es mi sonrisa, esto no tiene nada que ver conmigo. Tengo ochenta años, no necesito vivir diez años más, necesito ser feliz el tiempo que me quede“.

Mientras escribo se me hace un nudo en la garganta y las ganas de llorar me revientan los ojos, pero sabía que lo que me decía era real, y que por más que no quiera y me duela, necesito que ella sea feliz, de la manera que lo desee. Por eso le conteste que salga, que haga lo que quiera, que vaya a ver a mis primos, que vuelva a ser ella y que no piense en nada más, que ya demasiado es haber pensado en nosotros y en nuestra felicidad durante ochenta años. No quise estirar mucho más la conversación porque asimilar lo que hablábamos me costaba mucho, pero ella seguía hablando y diciéndome que yo sí tenía que cuidarme, pero que cuando se termine todo esto, viva. Viva mucho. Sin pensar en mañana, ni pasado, ni en el próximo mes, que la vida es hoy, y que nadie sabe cuando puede aparecer algo que te haga perder tres meses de tu vida, o te haga perder personas que no abrazaste lo suficiente. Yo ya te abracé lo suficiente abu, podes hacer lo que quieras. Prefiero saber que tus últimos días los pasaste feliz y plena, y no verte destruida anímicamente durante diez años por un encierro que en lugar de salvarte, te quitó el brillo que te caracteriza. De igual manera, nunca más quiero hablar de esto, así que antes de despedirme te pido: si me vas a llamar otra vez para usar la frase “cuando yo no esté“, por favor, no me vuelvas a llamar.




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