top of page
  • Foto del escritorPanchi

El hombre del sueño

Por Francisco Quatrin

Carlos Carranza fue mi abuelo y falleció un 25 de mayo de 2017. Nunca deje de recordarlo y jamás se irá de mi memoria.



Era un 10 de mayo, un kinesiólogo amigo de mi tía se había acercado, si mal no recuerdo, por segunda vez a la casa de mis nonos. De ese día no tengo presente exactamente qué sucedió, solo hay una imagen en la cabeza. Estaba mi nona sentada a la derecha de mi nono, que se sentaba en la punta de la mesa. Nunca los ví sentarse de otra manera, sea en la de la cocina o el comedor, los lugares a ocupar eran los mismos. Yo estaba parado detrás de mi nono, mi tía del lado derecho y el kinesiólogo del izquierdo. Sobre la mesa había unos vasos recién usados y una fuente en el medio con las sobras de la comida. El amigo de tía, venía a curar la pierna de mi abuelo. Lo hacía por afecto, además de tener una relación con la hermana de mi madre, esa se extendía a toda mi familia y también para conmigo. Estábamos alrededor de él, de la misma manera que veníamos haciéndolo tres meses atrás. Carlos Ángel Carranza Ponce, se tomaba su última fotografía, para irse quince días después.


Uno de esos días, estábamos los dos sentados en la misma mesa. Él en su sitio, yo del lado izquierdo. En ese momento que tuvimos, instintivamente apoyé mi mano sobre la suya. Nos mirábamos. Tenía en sus ojos un tono de rendición, pero también había cierta esperanza. De mi lado, mi mirada intentaba tranquilizar a la suya, poner calma en él. Tarea que me era imposible, dentro de mí convivía un desasosiego que no callaba y nunca calló. Saber qué le pasaba y no poder transmitirlo, a su vez, tener que darle falsas esperanzas de una situación sin salida. Los dos nos mirabamos a los ojos, mientras, mi mano se depositaba en la suya. Se dió una situación inusual, estábamos solos. En esos tiempos continuamente estaba acompañado por más de uno. En este acontecimiento inusitado, me dijo: “Ya va a pasar”. Nunca supe a qué quiso referirse con esa frase, solo sé que no pude romper en llanto, como naturalmente debería haber sucedido. Quizás, reinaron mis sentimientos hacia él, y solo sonreí y seguí mirandolo.


Cuando era chico, pasar tiempo con él era extraordinario. Recuerdo que me despertaban, a mi punto de vista, temprano y me preparaban dos sandwiches. Me los cargaban en una mochila, envueltos en papel film o aluminio y también, una botella de agua. Me subía a un auto, el de mi nona o mis padres, y me llevaban hasta donde estaba camión. Allí, él aguardando mi llegada. Nos esperaba a todos con una sonrisa en el rostro, saludaba uno

por uno, luego lo hacía yo y me subía al camión. No se cuantos recorridos hicimos ni cuantas veces, solo sé que la pasaba bien. Aprendía algunas cosas sobre fierros, que poco registré, pero siempre prestaba atención. Escuchábamos la radio, por ahí, puteaba a alguno. Me contó varias anécdotas, me pedía favores, cosas que no sabía hacer pero que me las tenía que arreglar para hacerlas. Recuerdo en especial la vez que tuve que ponerle aceite al camión, eso quedó guardado en la memoria. Me daba algunas explicaciones y yo las seguía, entendiendo poco. De esas historias y varias más pasamos andando en el camión.


Entre tantas historias en los viajes, hay una que nunca voy a olvidar. Estábamos esperando a que descarguen el camión, transportaba palets. Sentados dentro charlabamos de diferentes cosas. Hasta que comenzó a contarme, lo que yo titulo como sus siete vidas. Recuerdo cómo enumeró y contó las veces que estuvo viendo de cerca a la muerte. De un ACV a cáncer de próstata, o de una bala que le pasó de cerca en un robo y algunas veces que se “quedó pegado” a la electricidad. En una de esas veces que la corriente le jugó una mala pasada, un sobrino le salvó la vida. Me contó cada una de esas, con más o menos detalles. Mientras relataba, recordé una frase de un libro que estaba leyendo en la secundaria: “El Alquimista”. Mucho no me gustaba, pero una oración siempre me hizo acordarme de él. Entonces, cuando finalizó sus historias, le dije que él seguía vivo porque nunca dejaba de proyectar. Mi memoria llega hasta ese momento. No sé cuál fue su respuesta, tampoco su reacción.


Había dos particularidades en él que resalto: no se preocupaba demasiado por las cosas y jamás dejaba de imaginar qué hacer en el futuro. Paradójicamente, él comentaba de forma recurrente que se iba a morir pronto, no sabemos si era con gracia o en serio, solo que estábamos un poco hartos de la frase. La primera de esas peculiaridades, la conecto directamente al día que me quiso enseñar a manejar. Tenía poca experiencia en el volante e igual insistió en salir. Fue por una de las rutas de Córdoba, su ciudad, era una donde pocos autos que circulaban. Salimos en “la Renoleta”, un auto al que le dedicó muchísimo tiempo para ponerlo a punto, tenía una particular apreciación por los autos de su época. Yo al mando de “la Reno”, entendía poco del automotor. Los cambios no estaban en el lugar donde habitualmente los suponía, se situaban en el tablero. Iba manejando como podía el auto, hasta que me pidió dar vuelta en U, para volver a su casa. En la maniobra, pisaba el freno como al de un auto moderno, y efectivamente no frenaba. Dí el auto contra un cordón, así fue como se detuvo. Él se bajó, miró si había golpes, me dijo que no pasó nada, se subió del lado del conductor y nos fuimos.


De la segunda particularidad, no hay una anécdota, pero sí una frase que repetía en varias ocasiones: “Le tengo que dejar las cosas acomodadas a la Gringa”. “La Gringa” es mi nona. Se conocieron desde muy jóvenes, se pusieron de novios y se casaron. Pasaron 51 años juntos, el amor entre ellos jamás se desvaneció. Tuvieron cuatro hijas y nueve nietos. Siempre los vi uno al lado del otro, eran casi complementarios. Él siempre hablaba de ella. Recuerdo una vez que me mostró una foto de cuando mi abuela era joven, y expresó con fervor: “Que linda que era tu nona”. Los dos dependían del otro, a todo lugar iban juntos. Cuando los veía a los dos, eran imposible no desear algo como lo que ellos tuvieron. La historia de las medias naranjas encaja en la de ellos. Cuando se refería a esa frase, eran varias cosas las que le quería dejarle a “la Gringa”. Una, era el quincho, no pudo realizarlo, era uno de esos proyectos que no se cansaba de repetir. Otro, eran las rejas del frente de la casa o acomodar el fondo. El fondo está detrás de la casa de mis nonos, allí guardaba los camiones. No hizo ninguno de los dos, pero siempre que los nombraba era pensado en ella.

Un día uno pasó a depender del otro, casi que en su totalidad. Recuerdo el día que eso pasó. Estaba en mi pueblo y recibí un llamado de mi mamá, por esas casualidades me encontraba en la habitación de mi hermana solo. Atendí, pregunté cómo estaba todo, ella estaba en Córdoba y me tenía que decir algo del nono. Sabía que estaba mal, pero desconocía el problema, hacía unos pocos días había estado en la ciudad de la docta. Me dijo así: “El nono tiene un tumor en el páncreas”. Mi reacción tardó en llegar, terminamos de hablar y me di cuenta de una obviedad, de la que uno no ve hasta que se la ponen en evidente. Mi nono se iba a morir y no faltaba demasiado. En esos momentos estudiaba en Córdoba y decidía quedarme un mes entero sin volverme al pueblo, solo para estar con él. Todo pasó a ser diferente aquel día, ayudaba a mi abuelo a caminar y a hacer todo, no es una tarea que un nieto se imagine. Mi nono cada vez parecía más débil. Nunca le dijimos lo que tenía, no era para privarlo de saber, sino para que nunca decaiga. El resultado se pudo ver, él quería salir de eso, pero era imposible.


Jamás perdió la gracia que lo caracterizaba, cuando estaba despierto seguía haciendo chistes. Continuaba teniendo proyectos, él nunca perdió las esperanzas. Hasta que llegó el día y mi nono falleció. El día anterior estuve en su casa, todo parecía normal. No tenía fuertes dolores, pero cuando me fui a mi departamento, volvieron. Según me relataron, nadie durmió, sus dolores lo aquejaron toda la noche. A las 6 de la mañana me sonó el celular dos veces, no atendí ninguna, pensaba que era alguna compañía que ofrecía algún servicio. Luego el fijo, ahí atendí, era mi mamá diciéndome que el nono había fallecido. No lloré, no dije nada, solo me levante de la cama, me cambie y tome un café. Pasó a buscarme mi tío por el departamento, del recorrido hacia su casa, solo recuerdo una ambulancia que había chocado y se había volcado. Llegué a destino y allí estaba él, recostado sobre la cama, con calma.


Del velorio sé poco, no permanecí mucho tiempo. Todo tornaba alrededor de él. Todas las personas que conoció, parientes y quién sea que lo hayan visto alguna vez, sabía quién se iba. Lo fuimos a cremar a un cementerio lejano a la ciudad. Yo permanecí casi media hora parado frente a él. Un minuto me tomé para caminar un poco. Cuando volví, mi nono no estaba más. No lloré hasta ese momento, cuando mi tía me abrazó. Después fue mi nona, cuando me dijo: “Vamos a superar esto juntos”. La persona que más lo quiso y más dolida estaba, me decía las palabras más reconfortantes. La persona que debía ser consolada, lo hacía conmigo. Luego de ese momento jamás pensé volver a verlo, hasta unos días después. Vino caminando como si nunca hubiese estado enfermo, me abrazó y me dijo gracias. Luego me desperté.


Francisco Quatrin

155 visualizaciones1 comentario

Entradas Recientes

Ver todo

Comments

Couldn’t Load Comments
It looks like there was a technical problem. Try reconnecting or refreshing the page.
bottom of page